El Médico en el Pueblo del Último Paso (Cuento)

Jidixon Faraites, joven arrogante que se decidió estudiar medicina para llegar a ser algún día un cirujano plástico de misses y rodearse de los lujos y el dinero que –supuestamente- atrae la profesión.

Toda la carrera se la pasó alardeando de su futura especialidad y la vida que traería consigo, mientras que utilizaba métodos extraños para el estudio, además de alabar a los amigos y seducir a las compañeras para que le ayudasen en todo momento.

Gracias a esas artimañas fue ascendiendo en su carrera y logró el pregrado como médico. Pero sus actitudes no siempre fueron bien recibidas por todos los profesores de la carrera que veían que este profesional apenas pasaba las materias con la nota mínima.

Dichas acotaciones eran asentadas en los informes de notas y el departamento de control de estudios lo remitió al área de pasantías rurales, una de las obligaciones de la carrera, donde el médico recién graduado debe estar en un pueblo atendiendo de manera general, para así “foguearse”, además de realizar acción social obligatoria, pero humanista.

De allí que en la repartición de centros de salud rurales, Jidixon Faraites fue enviado al Pueblo del Último Paso, mismo que se encuentra en un Estado que no mencionaremos aunque deberíamos, para no alarmar más a la población.

Su viaje fue muy accidentado, tomando dos buses, una camioneta, un jeep y luego conducido en una carreta empujada por un burro, llegando casi a mediodía a un lugar extraño.

Jidixon se decía una y otra vez, que alguien le tenía mala voluntad para enviarlo a ese lugar, asegurando no saber el motivo, propio de aquellos vividores que jamás reconocen sus propias acciones desvergonzadas donde se aprovechan del prójimo para ascender.

Igualmente sus sueños estaban a flor de piel y sentía que en un lugar tan apartado como el Pueblo del Último Paso, todo sería cómodo porque la gente comía sano, se cuidaban entre sí y no ´le parecía un lugar muy moderno, con los males de las ciudades.

El joven médico notó que nadie lo recibió, que muchos le veían con lo que –en principio- pensó que era extrañeza y luego, admiración, por lo pulcro, galán y formal que vestía.

Sin saber que las caras de los residentes eran de un profundo deseo reprimido, al ver a aquel joven tan lleno de vida. Algo que sería contraproducente para él.

Llegado al dispensario rural y a la casucha donde iba a residir, Jidixon Faraites sólo se imaginaba rodeado de lujos con su carrera, para la cual aseguraba que debía mantener una buena dieta y seguir haciendo ejercicios.

Como sólo le había atendido aquel señor anciano que se portó receloso a él en el dispensario y que incluso le dijo que en el Pueblo del Último Paso no duraba persona alguna, salió a buscar las provisiones que requería.

Decidió trotar para conocer el lugar y que le fuesen viendo –siempre arrogante e imponente-, con el sol de la tarde comenzando a caer. Consiguió una pequeña bodega y adquirió algunos víveres, notando que las rutas y verduras se veían envejecidas.

Notó pues el joven médico que en el Pueblo del Último Paso existía un patrón: todo se veía más viejo que el resto del Estado  incluso del municipio. De allí lo árido del terreno y que sólo las plantas desérticas conservaban vida.

Ya de noche, luego de cocinar sus alimentos, recibió la visita de una señora que de manera desesperada le solicitaba fuese a ver a su abuela. El joven médico sin dudarlo tomó sus implementos y su bata, acompañándole.

La señora se veía mayor, pero conservaba un paso rápido. El médico Jidixon Faraites iba pensando que la anciana tendría cerca de los 100 años, ya que la señora aparentaba unos 75 físicamente, pero su agilidad era abismal, tanto que a él le costó llevarle el paso.

Llegaron a la casa y la señora le dijo al médico, “tome aire joven, no entiendo como alguien que no pasa de los 23 años, no pudiese alcanzar a una mujer de 42 como yo”. El muchacho creyó que era una broma

Dirigiéndose a la anciana enferma, misma estaba recostada en su cama. Le auscultó lo más diligentemente que él recordaba, allí entendió que debía pulir sus conocimientos en la práctica o no avanzaría a su proyecto. Se esmeró lo mejor que pudo y encontró a la veterana en perfecto estado de salud.

Extrañado, comentó que la señora estaba bien. La anciana comenzó a elogiarlo pero no por ser un médico, sino por su juventud. De inmediato ella tomó su mano y la besó, cosa que él en principio entendió como una costumbre local, hasta que percibió un profundo ardor en la zona que la mujer le había besado.

Fue llevado de nuevo al dispensario local por la señora, llegando aún más extenuado que antes. Apenas probó los alimentos, sintió un fuerte malestar general; se automedicó y decidió dormir para así estabilizarse.

Toda la noche el joven médico tuvo una fortísima fiebre y soñó con seres con forma de reptil humanoide que le acosaban y le veían con deseo, mientras el paisaje se desdibujaba en un estado aparentemente anquilosado, vetusto, en decadencia.

Se despertó temprano y luego de haber sentido que la fiebre cedía, se dispuso a comer. Pero recibió nuevamente la visita de la extraña señora que le pidió fuese a ver a su abuela. Con ganas de excusarse, pero asediado por la mujer, accedió a ir por su cuenta, para así llevar el paso.

Caminó el largo trecho entre el dispensario rural y la casa de la anciana. Se dio cuenta con algo de confusión que la casa se veía menos vetusta que antes, incluso el camino estaba más lleno de vida. Entró a ver a su paciente y en el mismo lecho encontró a una mujer mucho más joven, de unos 50 años quizá.

Le preguntó por la anciana y la mujer le dijo, ¡Soy yo, doctor!, ¿No me reconoce?; asustado, el hombre reculo y creyó que le jugaban una broma. La mujer hábilmente se acercó a él, asegurándole ser la mujer que atendió la noche anterior.

Decidido a irse, abrió la puerta, pero fue asido por la cintura por la mujer que le dio u enorme beso en el cuello y le agradeció sus atenciones. Jidixon Faraites salió huyendo, trastabillando de la casa, con síntomas de fiebre y propenso a la desorientación.

En la tarde – noche, despertó en la camilla del dispensario rural, sin saber cómo llegó allí. Sentía enormes dolores musculares, aletargamiento y algo de arritmia. Sólo recordaba haber visto de nuevo a los seres reptilianos, más agiles, acechantes y jóvenes.

El ardor en el cuello y mano le recordó parte de lo que había vivido. Como médico, decidió auscultarse nuevamente para encontrar una enorme sorpresa: ¡Su piel se veía arrugada, tono muscular débil, flácido y tembloroso!

Creyó seguir soñando o delirando por la fiebre alta, pero Jidixon Faraites al acercarse al espejo, se dio cuenta horrorizado que había envejecido un promedio de unos 60 años y con síntomas de bajísima calidad de vida.

Intentó enviar un WhatsApp a sus familiares y amigos pidiendo ayuda, pero sus contactos no le creían, más bien pensaban que le habían clonado el teléfono, especialmente su novia al ver en la videollamada a un viejo que no conocía.

De pronto comenzó a llo0ver, se asomó a la ventana para saber a qué atenerse y notó que el pueblo se veía distinto, brillante, lleno de vida. Incluso el dispensario rural que estaba tan deteriorado, parecía totalmente remanufacturado.

Agobiado por el impacto de no entender lo que sucedía, se dispuso a tomar sus cosas, esconderse en una habitación y esperar que escampara y hubiese luz solar para irse al camino rural que daba acceso al Pueblo del Último Paso.

De pronto, acompañado de una centella y trueno que parecieron explotar a su lado, observó a una hermosísima joven que se paró ante él, teniendo como resguardo a una niña y un hombre joven.

“No temas, mi adorado, soy yo, tu querida paciente”, dijo la extraña mujer, presentándole a la niña, asegurándole que era su nieta y al hombre, que era el viejo cuidador del dispensario.

Jidixon Faraites comenzó a gritar con evidentes signos de locura. La chica le tomó entre sus brazos y le dio un profundo y quemante beso en los labios, para luego decirle sin temor alguno, lo siguiente:

“El Pueblo del  Último Paso ha sido el hogar de nuestra raza reptiliana humana desde hace muchos siglos; desde lo que ustedes llaman La Colonia, cuando los conquistadores y demás viajeros pasaban por aquí, nosotros existíamos y vivíamos gracias a ellos.

Tan sólo con un beso, vamos tomando su fuerza vital y, como nuestra esencia está vinculada a todo en esta tierra, al nosotros tres –herederos de nuestra raza- rejuvenecer, el lugar florece y se repara. Sólo necesitamos sangre joven humana que nos brinde de su energía”.

Jidixon Faraites, el médico arrogante, vio que ya no podía soñar con una carrera, porque su vida hacía sido consumida por seres que no imaginaba podían existir. Ya consumido en lo posible, con una edad física y mental cercana a los 100 años, el joven médico quedó en un raro estado catatónico.

Fue llevado por el hombre joven a una casa donde quedó recluido, viendo a la nada y muy similar al paisaje que el joven médico vio horas antes a su llegada.

Los tres reptilianos, pulso y vida del Pueblo del Último Paso, continuaron jóvenes un buen tiempo. Pero la renovación de su habilidad para existir amerita de nuevas víctimas que lleguen a ese lugar del cual no pueden salir.

El Pueblo del Último Paso comenzó a verse algo árido hasta que llegó una pareja de jóvenes entomólogas entusiasmadas a investigar el motivo por el cual se decía que este lugar era el que menos insectos había en todo el país, sin saber que éstos eran parte de la dieta diaria de los reptilianos y con la cual alimentaban a sus víctimas – pobladores.

Fueron recibidas por el hombre –de nuevo anciano- que apenas las vio, les recibió con un educado y quemante beso en la mano…

FIN

(Basado en un sueño del autor, Argenis Serrano) 

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